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Patatas a la riojana, humilde historia de un gran plato

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El plato insignia de la cocina riojana, capaz de emocionar a los mejores chefs del mundo, tiene sus orígenes en la atrevida idea del primer europeo que quiso popularizar el consumo de tubérculos en el viejo continente.

“Pero teniendo ustedes esto, para qué tengo que venir yo”. Paul Bocuse no entendía nada. Había recorrido centenares de kilómetros para ofrecer un menú de alta cocina y se acababa de dar cuenta de que ni el más elaborado de sus platos sería capaz de superar el sabor de las humildes patatas con chorizo que tenía ante él.

Corría el año 1979 y ese día, en una bodega de Haro, el mejor chef de Francia -quizás del mundo- se enamoró de la gastronomía riojana. Son muchos los que llegan a Logroño atraídos por el vino y muy pocos los que se van de allí sin quedar fascinados también por su cocina.

Las patatas a la riojana, el sencillo manjar que enamoró a Bocuse, sirven de ejemplo para entender las líneas básicas que siguen la mayoría de las recetas riojanas, caracterizadas por su compromiso con la tradición, aliada infalible cuando uno quiere estar seguro de que comerá bien.

Es el caso del bacalao a la riojana, la fritada o los caparrones coloraos. Las tradiciones, sin embargo, no han existido desde siempre. Todas tienen un origen, un punto de partida, una historia y hoy nos gustaría contarte la que rodea este plato.

Todo empezó en la Francia de antes de la Revolución, un país hambriento y desigual que necesitaba soluciones desesperadas. Así lo entendió Antoine Parmentier, un agrónomo, naturalista y químico que acababa de salir de la cárcel prusiana donde había sido encerrado durante la cruenta Guerra de los Siete Años, en la que sirvió representando a su país, enemigo de la Prusia de Federico el Grande.

Estando entre rejas, Antoine se había visto en más de una ocasión, forzado a comer patatas, un alimento que, hasta entonces, estaba dedicado casi exclusivamente al consumo del ganado, solo siendo ingerido por seres humanos en los casos de más extrema necesidad.

“A falta de pan, buenas son patatas” pensó Parmentier, quien una vez liberado de su cautiverio se dedicó a fomentar el consumo de este tubérculo entre la población. La idea llamó la atención del joven rey Luis XVI, que puso a su disposición todos los mecanismos estatales para conseguir este propósito.

Un pueblo hambriento es siempre un peligro para su monarca, como acabarían demostrando los acontecimientos de 1789. Pero el éxito definitivo de la patata en Europa, donde había llegado en 1560, tuvo que ver con un curioso truco que se le ocurrió a Parmentier: poner vigilantes en los campos donde crecía este alimento.

La presencia de hombres uniformados, que habían recibido indicaciones de no hacer nada en caso de alguien entrara a robar patatas, hizo que el interés por el producto creciera de forma meteórica.

Si habían pagado a alguien para vigilarlas, necesariamente tenían que ser buenas. Y pese a que el principal patrocinador de Parmentier acabó en la guillotina, las patatas se siguieron comiendo en la Francia revolucionaria y en la napoleónica, cuando, al ritmo de las tropas imperiales llegaron, hasta La Rioja.

Instaurado ya el consumo del tubérculo en España, los jornaleros riojanos empezaron a mezclarlo con chorizo para elaborar un plato alto en calorías que les permitiera soportar mejor los duros inviernos trabajando en el campo.

Poco podían imaginar que, más por practicidad que por afán de sibaritas, acababan de inventar uno de los pilares de la cocina regional patria. Poco a poco la receta se acabaría asentando, pasando de la cocina casera a la de los restaurantes, grandes y pequeños, baratos y caros, con estrellas Michelin o sin más astros que los que puedan ser vistos en las noches claras de verano.

Ha pasado el tiempo y por mucho que, en su Libro de la cocina española, Joan Perucho y Néstor Luján propusieran una receta que incluía queso rallado al guiso, las patatas a la riojana siguen haciéndose con patatas, chorizo, cebolla, pimiento, un poquito de ajo y, si se quiere, una hoja de laurel para coronar la obra.

El centro de Logroño continúa siendo el mejor lugar para degustar este plato, capaz de emocionar por igual al más humilde de los ciudadanos y al más célebre de los chefs. Ese es el valor de la cocina, esa es la gracia de la tradición, ese es el poder de La Rioja.

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